#wordvember 2
Las
rejas en las ventanas arruinaban el estilo arquitectónico de la construcción y
le daban un aspecto sombrío a aquella casa. Walter, siempre aprovechaba la luz
roja del semáforo para observar desde su automóvil la entrada principal. Él
sabía que la colombiana, su amor platónico, vivía ahí. Nunca tenía la suerte de
verla. Pasaban los segundos, el semáforo cambiaba de color y Walter arrancaba su
auto de mala gana, mirando aquella puerta con desilusión.
Llevaba ya casi un año sin verla, la había
conocido un día de verano en que había ido a su farmacia para que le aplicara una
inyección. Walter se había quedado prendado de ella de inmediato. Esa mujer lo
tenía todo: belleza, simpatía, un encantador acento caribeño, un suave balanceo
al andar. Para alegría de él, ella se hizo cliente del lugar y se convirtieron
en muy buenos amigos. Walter nunca se animó a insinuarle nada, se conformaba
con mirarla, con dejarse contagiar con su alegría.
Cuando
supo por el noticiero lo que le había pasado, Walter sintió estupor, tristeza, bronca,
indignación. Se enteró que su nombre era Beatriz, que su pareja era un
psicópata que la tuvo prisionera durante meses en un cuarto, que se enfermó y
no recibió atención médica y que por eso murió. También supo el nombre de su
verdugo.
Una
mañana de verano, muy parecida a aquella en que conoció a Beatriz, Walter ingresó
al Hospital Psiquiátrico de la Penitenciaria. Con su uniforme de enfermero pudo
llegar sin tropiezos hasta el pabellón donde se alojaba el asesino de Beatriz. Lo
encontró sentado en una silla junto a una ventana enrejada. “Traigo su
medicación” le dijo Walter. El hombrecito, mansamente, extendió el brazo y recibió
con una sonrisa tonta la inyección letal.
Foto de Pietro Pascuttini
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